Desde la lógica de un equipo que se quedó afuera de la lucha por una razón muy simple: los malos resultados. Como ya es costumbre -odiosa costumbre- los dirigentes, los técnicos y los jugadores no sólo ven errores donde los hay. También donde no los hay. Además juzgan y definen intenciones con una regularidad pasmosa. De hecho siempre ven una sola intención: perjudicarlos.
La reacción es normal, acaso natural en las escuadras que pierden. Igualmente, a todos, cual más cuál menos, le ha dado, alguna vez, la impresión de que no son sus propias limitaciones, sino un sucio y mafioso acuerdo externo el que les ha quitado, injustamente, el derecho a sentarse en el trono.
Y no sólo pasa en el fútbol. Nada más humano que echarle la culpa al otro del propio fracaso. A esas fuerzas exógenas que impiden, una y otra vez, que el mundo reconozca nuestro verdadero talento. Que evitan, una y otra vez, nuestro merecido triunfo. Siempre hay alguien: el jefe, el profesor, la sociedad, los ricos, los pobres, los padres. Los árbitros.
Cada vez que se entrevista a un jugador o a un seguidor perdedor después de un partido, aparece la cantinela del arbitraje, de la persecución, de los errores inaceptables. Y su corolario: la petición para que se tomen medidas inmediatas, para que se castigue a los malos jueces, para que se corrija de una vez por todas a los erráticos, a los malintencionados, a los malvados tipos de negro que, en vez de impartir justicia, reparten equivocaciones.
La mala noticia para esa perspectiva del juego y de la vida es que no sirve de nada. Hagan lo que hagan, los árbitros se van a seguir equivocando. Es connatural a su oficio. Es más: no hay reglamento alguno que los obligue a acertar siempre. Pueden fallar. Está permitido que fallen. Muchas veces. Y hay que comérsela. Así de simple. Lo que no puede pasar, porque está especificado en el reglamento del fútbol, es que los jugadores, los dirigentes o los técnicos los insulten, los empujen o los ninguneen cada vez que se equivocan. Eso es ilegal. Eso es tarjeta roja.
El problema es que hay varios que todavía no consiguen meterse el concepto -tan simple- en el disco duro: no se saca nada con alegar. No es más apasionado, no es más hombre, no es más valiente el que le reclama al árbitro hasta conseguir que lo expulse: es más tonto. Perjudica a su equipo, se perjudica él mismo y no va a cambiar, nunca, un fallo. ¿Es necesario repetirlo?
Injusto? Como injusto resulta exigirles a los árbitros que "por favor no se equivoquen", otro clásico de la previa a todo partido importante de fin de semana. Vaya falta de respeto, digo yo. ¿Y si los árbitros le pidieran lo mismo a los jugadores? Serían todos campeones invictos?
Imagínese a un juez diciendo, una vez terminado el partido: "¿Se fijaron en lo malo que es el puntero derecho. Qué bestia, qué manera de perderse goles, así no se puede jugar. Estos tipos echan a perder el espectáculo. Trabajamos toda la semana para rendir y ellos destruyen todo con sus errores". Los árbitros son: Igual de funcionarios, igual de importantes, igual de dependientes. Pero más educados. Saben que no corresponde "cargar" al otro para salvarse. Que eso es feo, que no se hace. Y aparte, entiende perfectamente que una de las gracias del fútbol es que sus protagonistas se pueden equivocar. Siempre. Es parte del juego más apasionado del mundo.
Reportaje a Felipe Bianchi Leiton, editado por Depoencuentros