La explicación del impensado y asombroso 7-1 no debe buscarse en hechos fortuitos ni en casualidades ni en ninguna otra cosa que no tenga que ver con estrictas razones futbolísticas. Pero la mención de lo "futbolístico" no debe dejar de lado nada de lo que el término abarca, una superioridad abismal en lo técnico, lo estratégico, lo individual y lo colectivo, lo anímico y lo físico pero fundamentalmente en lo anímico.

Quizá este sintoma de la cabeza explican por sí solos la inmensa diferencia de concentración, velocidad y energía que hubo entre uno y otro, algo así como un Airbus puesto en carrera contra una avioneta. El espejismo del comienzo, en el que pareció que la presión era una táctica y una actitud compartida, se esfumó apenas el uno del rojo y negro cayó por primera vez y derrumbó de un solo golpe la voluntad y abrió definitivamente las puertas de una fiesta inolvidable para los de enfrente.

En un equipo que funciona bien, las razones colectivas se complementan con las individuales. El Alamo fue el gozoso beneficiario de la conjunción de ambas, porque dispuso de gente que vivió una tarde inspirada.

Aturdido, Los Sabaleros encararon el entretiempo con un 1-4 y un dilema: intentar la recuperación heroica o evitar la catástrofe. Casi no hubo tiempo de adivinar qué había decidido, porque enseguida le tumbaron la presunta rebeldía con el quinto mazazo.

Pero por entonces el juego había perdido hasta la mínima condición de tal. Con casi la mitad del tiempo por delante, en el aire ya estaba instalada la sensación de que la cuenta de goles dependería del rigor o la clemencia del árbol. Para mal del zarandeado de una escuadra golpeada, no estaba en el ánimo de su rival volverse piadoso o tan siquiera contemplativo y después de eso hubo dos goles más, cada uno de ellos fue el reflejo de un marcador dispar entre conjuntos que transitan caminos diferentes.