Una guerra de ajedrez en el verde césped, un encuentro cerrado y trabado donde cada metro se disputó con la ferocidad propia de estas rivalidades. El primer tiempo fue un fiel reflejo de esa pugna táctica: un solitario 1 a 0 en favor de La Parroquia, que logró romper el cerrojo con un gol que premió su mínima ventaja en la posesión o la intensidad. La sensación era de un partido atado, donde las ideas ofensivas luchaban por liberarse de las cadenas defensivas.

Sin embargo, el complemento transformó el guion. El cotejo se tornó vibrante, la tensión creció y el roce físico se hizo más evidente, con "alguna pierna fuerte de más" que subrayaba la intensidad de la disputa. A pesar de que las llegadas claras al arco seguían siendo un bien escaso, la balanza emocional se movía constantemente.

Y en ese escenario de lucha y fricción, el fútbol, como la vida misma, demostró que a veces los destellos individuales son el factor más impredecible y decisivo. Fue entonces cuando emergió la figura de D. Mendoza; se convirtió en el faro, el catalizador. Con dos individualidades de pura magia, de esas jugadas que solo el talento indomable puede fabricar bajo presión, cambió el rumbo del resultado final.

Para La Parroquia, la derrota será un trago amargo. Haberse ido 1 a 0 al descanso y no poder sostenerlo es un golpe, pero la naturaleza del partido –un clásico cerrado, con pocas llegadas– también puede ofrecer una lectura de futuro: la base defensiva y el orden están, pero se necesita una respuesta ante el desequilibrio individual. Para Hacha y Tiza la victoria es una inyección de moral, una confirmación de que la resiliencia y la capacidad de tener jugadores que desequilibren pueden superar la trama más compleja.