Partido enorme de esos que hacen ruido, que se juegan con el corazón en la garganta y que definen temporadas enteras. Los Álamos y Nolimpio se enfrentaron sabiendo que no había mañana: la permanencia en Primera A estaba en juego. Quedarse o caer. Soplar o hundirse.

De un lado, Los Álamos: un equipo curtido, con años encima, experiencia real desde el 2016, identidad marcada y memoria competitiva. Del otro, Nolimpio: jóvenes, intensos, rápidos, pero también con rodaje. Dos generaciones distintas chocando por el mismo destino.

El inicio fue cauto, tenso, como si los dos equipos supieran que el que se equivocaba primero lo pagaba. Los Álamos, ex Barba Guerra, a principio de año les costó horrores: fútbol asociado, buenas intenciones, pero cero resultados. Habían perdido fechas clave, habían cambiado, se habían transformado, habían sobrevivido. Y sabían que si este partido lo ganaban, se quedaban en la elite.

Nolimpio no fue menos: pusieron lo mejor que tenían, todos sus engranajes en cancha, todos sus recursos para evitar el descenso. Y generaron. Mucho. Pelotas filtradas, mano a mano, llegadas limpias… pero se encontraron con un muro: Mati Rolón. Otra vez. El Sabalé fue figura total, absoluta, protagonista. Tapó lo que había y lo que no había. Mano a mano, remates cruzados, cierres a puro reflejo… un repertorio completo. Jugó con los pies, con las manos y con una serenidad que le sostuvo la cabeza al equipo.

Que Rolón haya sido figura también explica lo otro: Nolimpio generó, pero falló. Entre mérito del arquero y déficit propio, dejaron pasar situaciones que en estos partidos no se perdonan.

Los Álamos, en cambio, cuando encontraron espacios, lastimaron. Construyeron ventajas y las defendieron con alma. Se pusieron arriba y entendieron que ahí estaba el partido. Que la permanencia dependía de sostener ese detalle, ese golcito, ese aire.

No Limpio descontó, empujó, fue con todo. Pero Los Álamos supieron jugar el cierre con experiencia, fue un partidazo. De esos verdaderos, tensos, dramáticos, hermosos.