Partido con olor a clásico silencioso. Jogo Bonito, el eterno equipo amateur, fundado en 2009, multicampeón, un plantel que conoce finales como quien conoce el living de su casa. Enfrente, Los Álamos, los ex Barba Guerra, un equipo con mil batallas, que venía de ganar el sábado a Nolimpio y asegurar la permanencia. Sin esa soga en el cuello, llegaron livianos, sueltos, peligrosamente sueltos.
Y así arrancó el duelo: con un Los Álamos que fue una sinfonía, una versión afinada, compacta, madura. Desde el arco hacia arriba, todas las líneas funcionaron. El equipo jugó con esa estabilidad que a veces se les escapa, pero cuando aparece… mamita querida.
Como dijo Mourinho: “Cuando el equipo funciona, todos parecen mejores.” Tomi Botto fue la llave. Dos pepas, las dos con ese olfato de delantero que siempre está donde duele. Cuando entró Quaglia, sumó potencia y también se anotó en la red, fiel a su estilo oportunista.

Jogo Bonito, por su parte, llegó diezmado. Arrancaron bien, con Lucho Ferro siendo ese faro asociativo que ordena al equipo, pero a los cinco minutos lo sacaron, y ahí el equipo perdió brújula y temperatura. Cuando volvió la esencia con Ferro nuevamente en cancha, el destino les jugó su carta más dura: desgarro de Lauti Arce, que venía siendo uno de los mejores del Carioca hasta ese momento. El golpe anímico fue demasiado.

Desde ahí, la historia se torció. Ni el gol del eterno goleador Rodri Busto, ni las atajadas del lesionado Tato Bottini —recién campeón de Copa Potrero como arquero suplente del Guayo— pudieron frenar la avalancha de un Álamos sólido, preciso, enfocado, mentalizado… por momentos, implacable.

Jogo intentó competir, como siempre, porque estos tipos jamás negocian la actitud. Pero la mañana pedía otro protagonista. Los Álamos jugaron con una versión que, si la sostienen, los pone como candidato natural a ser una potencia en 2026.